Por Tatiana Cely López
Al llegar del Vichada afloran ideas, vivencias y sentimientos memorables. Unos generan nostalgia; otros alegría, impotencia, cuestionamientos, pero sobre todo esperanza, aun cuando algunas situaciones que se viven en la región parecieran impedirlo, pues teniendo en cuenta el contexto y la coyuntura actual (llegada de las empresas petroleras, actividades agroindustriales, inadecuados gobiernos, etc.) se hace difícil pensar en una vida diferente que genere oportunidades que lleven a las comunidades a gozar de un verdadero bien-estar.
A pesar de tener conocimiento de las diferentes problemáticas que se viven en el país y grosso modo en la región, el verlas tan de cerca me permitió tener un contacto tal vez más sincero con la realidad, conocer parte de la vida de las comunidades indígenas y campesinas pero sobre todo las ideas, necesidades, formas de trabajo, sueños de los niños y jóvenes Sikuani y campesinos que habitan el inolvidable territorio vichadense.
Al llegar del Vichada afloran ideas, vivencias y sentimientos memorables. Unos generan nostalgia; otros alegría, impotencia, cuestionamientos, pero sobre todo esperanza, aun cuando algunas situaciones que se viven en la región parecieran impedirlo, pues teniendo en cuenta el contexto y la coyuntura actual (llegada de las empresas petroleras, actividades agroindustriales, inadecuados gobiernos, etc.) se hace difícil pensar en una vida diferente que genere oportunidades que lleven a las comunidades a gozar de un verdadero bien-estar.
A pesar de tener conocimiento de las diferentes problemáticas que se viven en el país y grosso modo en la región, el verlas tan de cerca me permitió tener un contacto tal vez más sincero con la realidad, conocer parte de la vida de las comunidades indígenas y campesinas pero sobre todo las ideas, necesidades, formas de trabajo, sueños de los niños y jóvenes Sikuani y campesinos que habitan el inolvidable territorio vichadense.
Fue realmente importante intercambiar saberes con los niños y jóvenes con quienes tuve el placer de trabajar, explorar con ellos sus habilidades, como ellos mismos dicen “saber de qué son capaces”, además de conocer los sueños que tienen y ver que la mayoría de estos están encaminados a una transformación que -contrario a lo que muchos piensan- busca reivindicar su territorio y la importancia que este tiene para su cultura, su vida y sus comunidades. Reconociendo lo difícil y hasta imposible que puede ser quieren ir a la universidad, convertirse en agrónomos, ingenieros ambientales, profesores, médicos, abogados, geólogos, entre otros; aunque las opciones más cercanas que tengan sean formar parte de los diferentes grupos armados, ser trabajadores ocasionales de las petroleras o madres de familia, en el caso de las mujeres.
Los niños y jóvenes conocen muy bien su territorio. Hablan de cada animal, planta, alimento, río, caño, formas de subsistencia locales (como campesinos,como indígenas); comparten historias que informan, hacen reír, llorar y pensar; historias que no se encuentran en ningún libro; historias que muchos quisieran conocer y otros tantos ignorar y hasta callar. Quieren conocer muchas cosas de la ciudad, pero al compartir con ellos comprenden que no hay mucho que envidiar: comemos lo que nos sirven, no lo que sabemos obtener. Nos enorgullecemos al ver grandes construcciones, pero ignoramos las gigantes destrucciones. Consumimos gran variedad de alimentos, pero no tenemos ni idea de la caza, de la pesca, del cultivo, etc. Recuerdo mucho una conversación que sostuve de camino al caño con un niño indígena del grado sexto (quien por circunstancias que se desconocen, abandonó el colegio): “Profe, ¿qué cazan en Bogotá?” A lo cual respondí: nada. “Profe y ¿qué cultivan?” Nada, respondí. “Entonces ¿qué comen?” Respondí: “Carne, pollo, pescado, arroz, papa, frutas, verduras, muchas cosas. Pero tenemos que comprar, allá la comida nos llega lista, solo debemos cocinarla, no sabemos qué hace la gente del campo para que nosotros podamos obtener esos alimentos. Todo es diferente, acá se respira aire puro, hay mucha naturaleza, allá vemos árboles en una que otra calle y en los parques, pero la vegetación no se compara con la que ustedes tienen acá. Hay muchos edificios, carros, casas, fabricas”. “¿En serio, profe? ¡Qué feo! Prefiero vivir acá, por lo menos nos podemos bañar en el caño”. Esta conversación, más allá de las diferencias entre la ciudad y el campo, evidencia la calidad de vida de la cual podrían gozar las diferentes comunidades o poblaciones que habitan el territorio del Vichada, si no hubiera tanto empeño en desarrollar actividades que lleven a la desaparición de las mismas.
Todo esto me permitió comprender que los proyectos que se necesitan en el Vichada deben ser proyectos sociales, educativos y ambientales que partan de las habilidades de los niños y jóvenes, que generen apropiación territorial y que lleven a un bien-estar de las comunidades indígenas y campesinas que les permita reivindicarse y seguir construyendo su historia, siendo ellos y ellas quienes decidan cómo quieren que sea construida.