Por Claudia Arbeláez
Es fácil acostumbrarse a lo predecible, calculable y cómodo. Lo contrario, salirse de la zona de confort propia, requiere fuerza y determinación.
Por esto, salir de Bogotá en Septiembre de 2011 para formar parte de un emprendimiento con jóvenes indígenas en el olvidado departamento del Vichada, al oriente de Colombia, fue arriesgarme a hacer más, teniendo menos.
Por esto, salir de Bogotá en Septiembre de 2011 para formar parte de un emprendimiento con jóvenes indígenas en el olvidado departamento del Vichada, al oriente de Colombia, fue arriesgarme a hacer más, teniendo menos.
Mis otros dos compañeros y yo habíamos elaborado un plan de trabajo sofisticado, con fechas y objetivos muy claros. Sin embargo, al llegar a la zona, nos encontramos con un lugar alejado física y culturalmente del resto del país, a donde se llegaba luego de viajar dos días por río, con electricidad limitada, sin internet, ni teléfono, con un calor extremo, en una zona bastante tensa por ser paso obligado de los traficantes de gasolina con Venezuela y además rodeada de cultivos ilícitos de coca…
Con esta realidad, todo lo que teníamos planeado, se derrumbó en un par de horas. Tenía miedo, lo acepto. Miedo por mi seguridad, miedo por lo que podía pasar, miedo a fracasar, pero sobretodo, miedo a fallarle a los niños. Sin embargo ya estábamos ahí, entonces ¿qué podíamos hacer? La respuesta vino a los pocos días: trabajar.
Re-descubrimos que estábamos tratando con personas y no con máquinas, y que era normal que los planes se esfumen y transformen. Al aceptar esto, llegamos a resultados incluso más interesantes y enriquecedores para la comunidad y para nosotros mismos. Logramos ser flexibles y adaptarnos al medio en el que estábamos; construimos con los chicos el nuevo plan de trabajo, oímos lo que tenían que decir, dejamos de un lado la idea de alguien que llega a imponer rutinas y conocimientos para construir algo nuevo en comunidad; ideamos un proyecto dentro del límite de tiempo que teníamos; suplimos la escasez de materiales con lo que el medio nos podía brindar; y explotamos el recurso más valioso con el que contamos y que siempre tuvimos ahí pero que nos costó ver de primera mano: los niños y jóvenes del internado, y la misma comunidad.
El tiempo fue corto, pero logramos plantar la semilla del aprecio por los recursos propios, naturales y culturales de estos chicos, realizando un primer diagnóstico de su realidad. Como yo, cerca de otros 15 jóvenes viajaron a otros colegios de la zona, y todos volvimos a Bogotá preocupados por el futuro de estos niños. Por esto, y convencidos de la necesidad de una educación igualitaria para los niños de nuestro país, creamos el Colectivo Pe Jania Ira, que en Sikuani quiere decir tierra bonita. Queremos una tierra bonita para estos jóvenes estudiantes, una tierra que sea de ellos y que puedan utilizar para crecer como personas y para ayudar a crecer a su comunidad.